El trabajo doméstico en América Latina y Chile tiene profundas raíces históricas, marcadas por la desigualdad y explotación desde la época colonial. En los siglos XVII y XVIII, indígenas y afrodescendientes fueron obligados a trabajar en condiciones de servidumbre y esclavitud para los colonos europeos, bajo sistemas de coerción como la Encomienda, que reforzaban una jerarquía social. Este legado de subordinación y abuso perduró, con el servicio doméstico caracterizado por una relación de dependencia extrema, control paternalista y limitada autonomía para quienes lo ejercían.
En el Chile colonial, el trabajo doméstico no se consideraba un empleo asalariado regulado, sino una actividad dentro del ámbito familiar, sin derechos ni protección laboral. Durante el siglo XX, el trabajo doméstico siguió siendo una ocupación marcada por la informalidad, especialmente para las mujeres que migraban del campo a las ciudades, encontrando en este empleo una forma de subsistencia. La incorporación de mujeres en el espacio público y el avance de movimientos feministas impulsaron los debates sobre derechos laborales, aunque con un progreso lento y fragmentado.
En cuanto al desarrollo de la primera legislación en resguardo al trabajo doméstico, el primer artículo legislativo del país sobre el servicio doméstico fue integrado en 1931 por el Código Laboral, además de los decretos-leyes promulgados en 1924 bajo régimen militar, que regulaban sobre la obligatoriedad de los contratos, horas de trabajo, protección contra accidentes, pago de indemnizaciones, entre otros (Hutchison, 2023). Por falta de regulación y fiscalización, en la práctica los contenidos no pudieron garantizarse ni evaluarse
El surgimiento de una clase media profesional y la incorporación masiva de mujeres al mercado laboral en las décadas de 1940 y 1950 incrementaron la necesidad de externalizar las tareas domésticas, lo que a su vez elevó la demanda de trabajadoras y trabajadores de casa particular. Este sector comenzó así a integrarse de manera progresiva en el mercado laboral asalariado, aunque manteniendo ciertos aspectos informales propios de los acuerdos familiares. La "cadena de cuidados" se intensificó a medida que las mujeres delegaban el cuidado de sus hogares y familiares en otras mujeres, lo cual puso en evidencia la persistencia de profundas desigualdades de género y clase.
La emergencia de una clase media profesional y la entrada masiva de las mujeres al mercado laboral en 1940 y 1950 aumentó la necesidad de externalizar las labores domésticas, y con ello, la demanda de trabajadoras/es de casa particular. Así, este sector comienza a integrarse al mercado como trabajadoras/es asalariadas/os, dejando lentamente de lado el sello de la informalidad de los arreglos familiares, aunque nunca por completo. La denominada "cadena de cuidados", en la que mujeres delegan el cuidado de sus hogares y familiares a otras mujeres, se intensifica bajo este contexto, perpetuando así las desigualdades de género y clase.
Hoy, el trabajo doméstico sigue siendo un área vulnerable y con poca protección social, influido por siglos de subordinación y precariedad que han moldeado tanto su valoración social como su regulación. La historia del servicio doméstico es, por tanto, un reflejo de las desigualdades estructurales que persisten en la región.
La historia organizacional del trabajo doméstico en Chile muestra una evolución lenta y complicada hacia el reconocimiento de derechos laborales. Las trabajadoras domésticas, aisladas por la naturaleza solitaria de su labor, enfrentaron grandes desafíos para organizarse y luchar colectivamente, lo que mantuvo el sector en una situación de informalidad y precariedad. Las primeras organizaciones sindicales de trabajadoras domésticas surgieron en los años 20', con esfuerzos como el Sindicato Profesional de Empleadas de Casa Particular y, más tarde, SINTRACAP, que buscaban mejorar las condiciones laborales mediante estrategias de difusión, denuncias de abuso y presión política.
En la década de 1940, el activismo de las trabajadoras domésticas tomó fuerza con el respaldo de la Iglesia Católica, que ofrecía asistencia a través de iniciativas como el Hogar de Empleadas. Durante la dictadura militar, organizaciones como ANECAP lograron mantenerse activas debido al apoyo de la Iglesia, y su lucha se volvió clave en la resistencia democrática, integrándose al movimiento feminista y social que demandaba derechos laborales para el sector.
A partir de los años 90', la legislación chilena comenzó a reconocer algunos derechos de las trabajadoras domésticas, incluyendo indemnización y descanso semanal, aunque los avances fueron lentos y desiguales. Ejemplo de ello fue la tardía implementación del derecho de las trabajadoras de casa particular a que su ingreso mínimo sea equiparado al de todos/as los/as trabajadores/as de Chile. Esta medida se promulga en 2008, y recién en 2011 es puesta en marcha. Por tanto, la lucha de las trabajadoras domésticas siempre se ha originado un pie atrás respecto al resto de personas trabajadoras en el país.